EL HOMO RETRO SAPIENS O Ciudadano de Hora Pico. Primer artículo





El auténtico peligro de un ensayo psicológico de este tipo no estriba en la posibilidad de que reciba un tono personal, sino en que reciba un tinte tendencioso.
(Viktor Frankl. El hombre en busca de sentido. p.17.)
Pregúntate si lo que estás haciendo hoy te acerca al lugar en el que quieres estar mañana.
(Walt Disney.)
Introducción
Hace ya once años me preocupaba (miento: me enardecía) ser testigo frecuente del comportamiento de la mayoría de los habitantes de Bogotá, se tratara del peatón, el conductor, el usuario del Transmilenio, el simple visitante de un centro comercial o la persona en la cola de un supermercado. Reconozco que mis neurosis personales (hoy se les dice trastornos psicológicos) ayudaban a que cualquier comportamiento, desde mi caprichoso y obsesivo-compulsivo punto de vista ilógico, irracional, poco práctico, agresivo, grosero, desconsiderado, egoísta, ilegal u oportunista de la persona observada me resultara evidente y casi insultante. Poco a poco me di cuenta de que en cercanías de las horas pico estos comportamientos se incrementaban en intensidad y cantidad. Le achaqué la culpa al estrés urbano, específicamente de esta enorme capital[1] por su desorden, el irrespeto a las normas, la imposible movilidad, los alcaldes ineficientes y la falta de cultura ciudadana de los nativos e inmigrantes por igual.
Vi además que muchos actos de agresión disimulada, contacto físico innecesario, violación de la barrera del espacio íntimo o personal (lo que llamo pequeña violencia) sucedían sin motivación alguna y, en algunos casos evidentes, con total y absoluta intencionalidad incluso previéndolos y tratando de esquivarlos. Es decir: a veces podía prever que el transeúnte que venía de frente golpearía mi hombro, aunque me alejara de su curso. ¿Por qué?, me preguntaba. ¿Qué lleva a una persona a arrinconar a otra que va por su derecha (convención casi universal) contra la baranda de un puente peatonal, teniendo su medio lado libre para pasar? Supuse, mientras fue estadísticamente aceptable, que se trataba de mala suerte, o desafortunada casualidad. Luego fue inevitable deducir que era parte de la idiosincrasia del bogotano. No del colombiano. “En Medellín o Cali eso no pasa”, me dije especulando. Se dice, además, que el ciudadano tropical el mal llamado “latino”, incluso europeos como el español y el italiano, pero en mayor medida el sudamericano, se complace con el contacto físico con sus congéneres en el diario vivir. Eso es cultural y aceptable, si el contacto es amigable, cordial y respetuoso. ¿Pero agredir? Eso es diferente e inaceptable.
Como un ejercicio acomodado de deseo paradójico[2] y tal vez como catarsis, en 2007 decidí escribir un pequeño artículo satírico al respecto. (Ver Apéndice A) Cuando me encontré redactando aquello que era apenas una intuición no verbalizada, y un chiste malo y muy largo, y solo en ese momento, me di cuenta de que la cuestión iba mucho más lejos… Pero lo terminé a medias, lo publiqué y ya, aunque debo confesar que entre chiste y chanza lo tomé más en serio de lo que pretendía. Las aparentes razones de estos comportamientos no eran sino los síntomas de algo mayor que tenía que ver en parte con esos factores externos, sí, pero intuía más. ¿Entonces? ¿Dónde está el meollo? ¿En la persona misma o en el entorno? Es cierto que cuando voy a Bogotá (vivo en área rural a 45 kms.) algunas veces me “contagio” del ambiente y aunque generalmente estoy pendiente y consciente de mis acciones, por momentos no puedo evitar reacciones emocionales poco recomendables que alcanzo a reprimir. Insisto: Pueden ser mis neurosis. Luego recuerdo la Inteligencia Emocional de Daniel Goleman y me digo: está en la persona. ¿Pero qué hace que yo no me estrelle con alguien a propósito, que no empuje en Transmilenio, que no pise el prado, que no me cuele, que trate de evitar la Ley del Atajo, y tanta gente sí lo haga? ¿Mi entorno, mi percepción del tiempo, mis hábitos, mi escala de valores –en lo que sería una autorreflexión–, mi educación familiar?
“Cuando el número de chimpancés en una tropilla aumenta, el orden social se desestabiliza.”
(Yuval Noah Harari, De animales a Dioses, p. 39)
 “De todo lo expuesto debemos sacar la conclusión de que hay dos razas de hombres en el mundo y nada más que dos: la “raza” de los hombres decentes y la raza de los indecentes. Ambas se encuentran en todas partes y en todas las capas sociales.”
(Viktor Frankl, p. 87.)
Hoy, once años después, no deja de perseguirme y de acosarme la necesidad de redondear esa incipiente teoría sobre el homo retro sapiens. Por lo tanto, en un ensayo –en su acepción de intento– para cerrar ese ciclo, dejo en el Apéndice A el artículo original con algunas correcciones. Debo señalar que la intención inicial del texto no era académica, y que intencionalmente tiene mucho del tono conspirativo de ciertas revistas pseudocientíficas. En el cuerpo de este ensayo –en su acepción académica– examinaré someramente el espacio, el tiempo y las emociones en la ciudad, el efecto de los medios en la idea de felicidad y cómo se relacionan arte, civismo y conflicto.
Me veo obligado a confesar que hay una segunda pretensión en este texto. Busco que, con las conclusiones y una investigación posterior más profunda, sirva de base para una propuesta escénica que cierre mi proyecto de grado en la Profesionalización, y que coadyuve a la mencionada “recuperación emocional” del ciudadano de hora pico. Considero que sería inaceptable y una irresponsabilidad que este ensayo se quede en la sátira, el diagnóstico y la crítica sin proponer algo que aporte mínimamente a la solución de lo que considero un serio problema de convivencia, o que ilumine un poco al agobiado homo retro sapiens en el logro de la felicidad y el redescubrimiento del amor que, a mi parecer, son los fines últimos del hombre.
La necesidad más profunda del hombre es, entonces, la necesidad de superar su separatidad, de abandonar la prisión de su soledad.
(Viktor Frankl, Pág. 20.)
(…) La verdad de que el amor es la meta última y más alta a que puede aspirar el hombre. Fue entonces cuando aprehendí el significado del mayor de los secretos que la poesía, el pensamiento y el credo humanos intentan comunicar: la salvación del hombre está en el amor y a través del amor.
(Viktor Frankl, Pág. 46.)





El espacio en la ciudad
Hace decenas de miles de años, el hombre se reunió en grupos, dejó de cazar tanto y de recolectar, y poco a poco aprendió a domesticar los animales, los cereales y las plantas. Se volvió agricultor y sedentario. A esto se le llama la revolución agrícola, y por mucho tiempo los historiadores lo consideraron uno de los mayores logros del hombre en cuestión de progreso, desarrollo y en favor de la conservación de la especie. Resulta, sin embargo, que fue un error si nos enfocamos en el tema del bienestar y la felicidad. Porque de ahí a aglomerarse en pequeñas aldeas, luego pueblos y finalmente ciudades no pasó mucho tiempo, y lo que vivimos hoy es un espejismo y un “engaño publicitario”.
 “La vida en las aldeas aportó ciertamente a los primeros agricultores algunos beneficios inmediatos, como una mejor protección contra los animales salvajes, la lluvia y el frío. Pero para la persona media, las desventajas probablemente sobrepasaban a las ventajas. (…) Hacia el 8500 a.C., (…) el oasis sostenía una aldea grande pero hacinada de 1000 personas, que padecían mucho más de enfermedades y desnutrición.
(…) Esta es la esencia de la revolución agrícola: la capacidad de mantener más gente viva en peores condiciones. (Yuval Harari. p.100.)
 La urbe nos hizo la promesa de un techo, trabajo remunerado y sustento, posibilidades de comercio y facilidad para el intercambio de bienes y servicios, seguridad contra las fieras salvajes, los enemigos y los caprichos del clima, información y la posibilidad de ampliar nuestros horizontes de socialización. Pero lo que realmente pasó con los poblados fue que silenciosa y parsimoniosamente el acuerdo cambió, y hoy los ciudadanos del común sacrifican –o pagan con– su antigua independencia, un amplio espacio vital, buena parte del espectro de su capacidad sensorial, autonomía, movilidad, libre expresividad, recursos, el tesoro del silencio, su libertad, aire limpio, y paz esos presuntos beneficios a los que con el tiempo, –y a pesar de los tremendos cambios que hay en la ciudad desde, por ejemplo, el S. XX–, se les añadieron tristeza, miedo, apatía, paranoia, soledad, ansiedad, depresión, frustración, reactividad, compulsión, agresividad, irracionalidad, insensibilidad, daño físico[3] y comportamiento de manada. Es bastante obvio que no me refiero a ciertos estratos de la sociedad que jamás han sufrido la mayoría de estos problemas, sino a la gran masa de la clase media y baja, a la fuerza laboral asalariada o jornalera, en fin, al homo retro sapiens en su máxima expresión.
Indolencia, ceguera, sordera, automatismo, alienación, estrés, agresión, reactividad, separatidad, aislamiento. Soy consciente de que me repito. Es parte del efecto de ver a los mismos hacer lo mismo todos los días. Parafraseando a Einstein, el homo retro sapiens es el que, en la cotidianidad, espera obtener resultados diferentes repitiendo siempre los mismos comportamientos.
Este ambiente nos proporciona más recursos materiales y una vida más larga de los que gozó cualquier generación anterior, pero a veces hace que nos sintamos alienados, deprimidos y presionados.
(Yuval Harari. p. 55)
 (…) Conducían al rebaño sin parar, atrás, adelante, con gritos, patadas y golpes, y nosotros, los borregos, (…) [conscientemente buscábamos] no ser conspicuos.
(Viktor Frankl, p. 57)
Hay que mencionar que todas las citas de V. Frankl se refieren a los presos en Auschwitz o en los otros campos de concentración donde estuvo. Lo que es sorprendente es que a pesar de la diferencia abismal de condiciones, la similitud que hallo con los habitantes de Bogotá es impresionante. El retro sapiens no ve, no oye, no entiende razones. Baja la cabeza, voltea ante la miseria de otros, sigue pretendiendo que la fuerza le haga más cómodo el viaje en Transmilenio, insiste automáticamente en repetir las conductas que lo hacen infeliz y lo estresan, y se niega a reconocer la presencia de los demás, incluso cuando se le interpela amablemente.
Una de las sorpresas que recibí al irme a vivir al campo, además de convertirse en un placer que busco desde entonces, fue recuperar el saludo verdadero. Cruzarse con alguien en el camino es un evento que se celebra deseando los buenos días con sinceridad, diciendo con sentido “que le vaya bien”. Y la respuesta se recibe con aprecio, porque dos personas en condiciones similares entienden que desean eso tanto para el otro como para ellos mismos: “que nos vaya bien en el camino”. Los vendedores ambulantes del transporte público descubrieron que saludar y forzar el saludo de los pasajeros los saca del marasmo, los hace momentáneamente conscientes de su humanidad. Ahora bien, es evidente que en la calle el saludo personal es imposible. En la vereda Nescuatá, donde vivo, se puede encontrar algo más de una docena de personas durante la caminata de dos kilómetros hasta el pueblo, que son el equivalente a veinte cuadras, veinte manzanas en la ciudad. En ese mismo recorrido por la carrera Séptima de Bogotá, digamos desde la Avenida Jiménez hasta la calle 19 en la hora de almuerzo, pueden cruzarse más de quinientas personas en veinte minutos. Algo así como veinticinco encuentros por minuto. Saludar a todos es imposible. Y evitarlo requiere no mirar a los ojos y cerrarse a la percepción del otro, para no caer en la tentación o no parecer orate. Saludar parece no tener sentido. Y esa última palabra nos lleva a otro lugar de pesadilla: La pérdida de los sentidos. Olfato, vista, oído y tacto (proxemia) están saturados de estímulos hasta la anulación. Considerando que su función es estar alertas para aportar información vital al usuario, y que ante la saturación no pueden cumplir su función, lo que ocurre es simplemente una sobrecarga emocional que se resuelve “cortando circuitos”. El ciudadano deja de sentir.
“Es bien sabido que una vida comunitaria impuesta, en la que se presta atención a todo lo que uno hace y en todo momento, puede producir la irresistible necesidad de alejarse, al menos durante un corto tiempo.”
(Yuval Harari. Pág. 55)
No se requiere mucha perspicacia para deducir que el anonimato producto de la sobrepoblación es uno de los factores que sostienen el mal comportamiento y la impunidad. Perderse entre la masa es como desaparecer. No es, por supuesto, la razón de que el retro sapiens acuda a la ley del atajo[4], o que se cuele o cruce en rojo, parquee en zona prohibida, vandalice e irrespete el espacio público, pero sí colabora. El problema es ético y moral. Proviene de tiempo atrás, y más adelante lo traeré de nuevo a colación.
Esta ausencia de sentimientos en los prisioneros “con experiencia” es uno de los fenómenos que mejor expresan esa desvalorización de todo lo que no redunde en interés de la conservación de la propia vida.
(Frankl. p.42-43.)
Lo que es triste, es que los esfuerzos de la porción de ciudadanía que sí cumple, los de las autoridades que invierten buena voluntad, recursos y tiempo en hacer amable la ciudad, en planear mecanismos que hagan fácil la convivencia (no siempre acertadamente, hay que reconocerlo), se van al traste por este anonimato. Adiós a la cultura ciudadana. La ley del atajo se ve gráficamente en las zonas verdes pisoteadas para ganarse unos metros en la diagonal, en las carreras de los peatones de sonrisa tonta e indigna que atraviesan las vías para evitar caminar hasta el puente peatonal arriesgando la vida propia e incluso la de sus niños agarrados de la mano. Se ve en los bancos y basureros destrozados sin otro motivo que el de hacer el daño, en las forzadas e inutilizadas puertas de las estaciones de Transmilenio por colados e impacientes, y en los baños públicos saqueados para vender lo robado o por rebeldía, simple placer o para manifestar su descontento.
El tiempo en la ciudad
La medición del tiempo, desde los relojes de sol hasta el reloj atómico, es una ficción humana. Es decir, para pasar de percibir el paso del día a la noche y marcar en la memoria las señales que indicaban “es hora de buscar refugio”, a reventar la bocina del automóvil para que el conductor de adelante no gaste una milésima de segundo más en el semáforo, debió ocurrir la revolución industrial que implantó sus propias bocinas en las fábricas para marcar el inicio y final de los turnos, los horarios de comidas y las aglomeraciones en las vías y medios de transporte. En zonas rurales, la unidad de tiempo es la hora. En la ciudad, es el segundo. Entre otras cosas, los problemas gastrointestinales de buena parte de la población del planeta, (para beneplácito de las farmacéuticas), es fruto de forzar al homo sapiens a comer a horas específicas, aun sin tener hambre, o por el contrario, después de aguantarla demasiado.
Quien vive de afán, no piensa. La parsimonia, antes señal de sabiduría, se ha vuelto “defecto paquidérmico”. Tomarse el tiempo para pensar una respuesta, por ejemplo, puede hacer perder un debate presidencial, porque al votante le parece más atractivo quien reacciona rápido que aquel que piensa la respuesta. El afán hace que el ciudadano de hora pico se suba al primer articulado repleto que llega porque no se da el tiempo de ver que inmediatamente tras éste, vienen otros de la misma ruta con espacio de sobra, justamente para evitar el hacinamiento. El conductor acelera cuando el semáforo pasa a amarillo para “alcanzar a pasar”, únicamente para quedar en la cola del trancón o, peor aún, para quedar atrapado en pleno cruce, en lugar de frenar con calma, esperar el nuevo verde (normalmente a menos de un minuto) y poder arrancar luego con algo de espacio libre adelante. El peatón hace lo mismo. ¿Para qué? Si se les pregunta no sabrán qué responder porque probablemente nunca lo han reflexionado, o la respuesta será una excusa evasiva e incluso agresiva en la que se incluirá probablemente alguna referencia a nuestra herencia evolutiva batracia.
Lo grave es que las mismas instituciones provocan que estos fenómenos ocurran. Por ejemplo, durante el gobierno de César Gaviria (1990 – 1994), se adelantó la hora de ingreso a colegios y oficinas, se suponía que de forma provisional, para ganarse una hora de luz natural además de aplicar el racionamiento de energía en la noche mientras pasaba el fenómeno del Niño y las lluvias permitían que la insuficiente infraestructura energética se recuperara. Esa hora, valga añadir, se perdió cuando madres y niños tuvieron que despertar a oscuras para poder llegar a las 7 am a los colegios. Pero el efecto va más allá de lo energético y de la época. Más de 20 años después, los niños siguen llegando a las 7 de la mañana a los colegios, desde parvularios hasta secundaria. Todo permite suponer que la eficiencia y las utilidades mejoraron para las empresas y esto hizo permanente el cambio, en aras de la productividad. Los niños han sido forzados a despertar a oscuras de lunes a viernes desde hace veinte años, interrumpiendo su ciclo de sueño normal y condicionándolos al afán y la urgencia. Me extrañaría que eso no afectara negativamente a toda la familia. Veamos un día normal desde el punto de vista de una madre trabajadora de clase media baja, en una familia normal o tipo, de dos padres trabajadores y dos hijos en edad escolar. Núcleo familiar retro sapiens por antonomasia.
4, o 4:30 am. La madre se levanta, despierta a sus dos hijos, prepara desayuno y alista almuerzo para llevar mientras el padre colabora y se alista para salir, probablemente más tarde que ella. Hacia las 5:30 am, los niños son recogidos por la ruta del colegio y enfrentan cerca de dos horas de viaje en medio de trancones. Los padres tienen apenas tiempo para salir a enfrentar el transporte en servicio público a sus lugares de trabajo, simultáneamente con más de la mitad de la fuerza laboral de la ciudad. La madre probablemente es maltratada en el viaje, acosada, irrespetada o, cuando menos, empujada y apretada; trabaja en condiciones de desigualdad de ingresos, almuerza en la oficina calentando su almuerzo en el microondas, y sale tarde. Sus hijos han sido sometidos a la presión competitiva del obsoleto sistema educativo durante horas en las que se les fuerza a cumplir para ganar y ser mejores que sus compañeros. Si tienen suerte no son víctimas de matoneo y vuelven a casa sin más traumas luego de otro viaje eterno, hacia las cinco de la tarde o más tarde. Sus padres no están. Para cuando llegan madre y padre (del que prefiero no ocuparme en esta ocasión), son cerca de las siete de la noche, los hijos son presionados a hacer las tareas –que probablemente no hicieron por la televisión o el computador–, y a prepararse para dormir, mientras en el mejor de los casos ambos padres preparan comida, ven noticiero y el par de programas que dominan en el rating, para no quedarse atrás en los chismes del trabajo al día siguiente. Hacia las 10 u 11 de la noche, la familia duerme, y los padres probablemente no tuvieron relaciones. No han charlado, no salen a un parque, no se han dicho que se quieren, no han hecho otra cosa diferente a lo que toca hacer.
 “El hambre y la falta de sueño también contribuían a ella [la apatía] (al igual que ocurre en la vida normal), así como [a] a la irritabilidad en general, (…)” (Frankl. p. 66)
No se requiere explicar el paralelo. 
Los mecanismos de funcionamiento de la vida bogotana han producido la muerte del vital tiempo muerto. Los fines de semana son una carrera contra el tráfico para hacer todo lo que no se hace entre semana, incluyendo las colas en lugares de “esparcimiento”, oficios y “vueltas” varias, la ilusión de descanso y el consumo indiscriminado como panacea. Reflexión, meditación, contemplación y ocio productivo son actividades desconocidas u obsoletas. No hay tiempo, salvo que se tengan ciertos privilegios, para el ejercicio, para correr tras una pelota con los hijos, para desahogar la energía natural del ancestro recolector y cazador. Esta energía represada se convierte en la agresividad que volverá a aparecer el lunes, fruto del afán y del fin del tiempo en familia, o tras el partido en el estadio, o luego de la fiesta y el consumo en bares y discotecas tanto entre jóvenes como entre adultos, en la violencia intrafamiliar o la riña callejera.
Según Yuval Harari, (2013 p.40-41) hoy en día una organización eficiente no debe pasar de 150 humanos. Se refiere a organizaciones laborales o de colaboración y no, obviamente, a las ciudades en general, pero ese es su umbral crítico. Lo ha comprobado la investigación sociológica. “Sin embargo, el hombre logró fundar ciudades con cientos de miles. Cómo hace para que funcionen? Haciéndoles creer en mitos comunes.” Las éticas sobrenaturales religiosas o jerárquicas por linaje o nobleza, lentamente desplazadas luego del S. XVIII por las de la ilustración, el humanismo y los credos políticos como el comunismo o el capitalismo, dieron paso, con este último, a un nuevo tipo de ética: el consumismo. Y en eso estamos… Sí, todo parece haber mejorado, pero ¿somos más felices? El comunismo dice que sí, mientras estemos bajo la dictadura del proletariado. El capitalismo, que es gracias al libre mercado, el crecimiento económico y la abundancia material, sumados a la confianza en uno mismo y el emprendimiento… El punto es que cuando un grupo cree, respalda con el uso y con la fe una creación mental.
“No hay dioses en el universo, no hay naciones, no hay dinero, ni derechos humanos, ni leyes, ni justicia fuera de la imaginación común de los seres humanos.” (Harari. P. 31)
Son solo ficciones que el homo sapiens cree reales, y por las que rige sus acciones o llega a dar su vida. Se entrega a ellas.
El capitalismo moderno necesita hombres que cooperen mansamente y en gran número; que quieran consumir cada vez más; y cuyos gustos estén estandarizados y puedan modificarse y anticiparse fácilmente. Necesita hombres que se sientan libres e independientes, no sometidos a ninguna autoridad, principio o conciencia moral –dispuestos, empero, a que los manejen, a hacer lo que se espera de ellos, a encajar sin dificultad en la maquinaria social–; a los que se pueda guiar sin recurrir a la fuerza, conducir, sin líderes, impulsar sin finalidad alguna –excepto la de cumplir, apresurarse, funcionar, seguir adelante–.
¿Cuál es el resultado? El hombre moderno está enajenado de sí mismo, de sus semejantes y de la naturaleza.
(Erich Fromm. El Arte de Amar. Cap. III El amor y la desintegración en la sociedad occidental contemporánea. 1980. Pág. 86.)
Las emociones en la ciudad
El homo retro sapiens está solo en la multitud. Es esa sensación de no pertenencia, de vulnerabilidad que Fromm llama separatidad, y que puede asociarse al vacío existencial, ese fenómeno extendido en el S XX (y XXI!) que se entiende por la doble pérdida que con la “civilización” ha sufrido el hombre: Por un lado, el desuso de los instintos animales que le daban seguridad y que, o ya no necesita o “se ven mal” según las buenas costumbres, y por el otro, la obsolescencia de tradiciones que de alguna manera eran un faro, un “contrafuerte” a su conducta. Hoy el hombre no solamente puede elegir, sino que tiene que hacerlo. No puede refugiarse en, ni orientarse con algo que le diga lo que debería hacer. En ocasiones no sabe ni lo que le gusta hacer. Por lo tanto, o termina haciendo lo que otros hacen (conformismo) o lo que otras personas quieren que haga (totalitarismo). Y en lugar de encontrar sentido en el amor, o en una apreciación de la vida con todo y sufrimiento, se le ha vendido la idea de que la razón de la vida está en el tener, en consumir y consumirse, jamás en el ser.
Nuestra civilización ofrece muchos paliativos que ayudan a la gente a ignorar conscientemente esa soledad: en primer término, la estricta rutina de trabajo burocratizado y mecánico, que ayuda a la gente a no tomar conciencia de sus deseos humanos más fundamentales, de anhelo de trascendencia y unidad. (…) el hombre se sobrepone a su desesperación inconsciente por medio de la rutina de la diversión, la consumición pasiva de sonidos y visiones que ofrece la industria del entretenimiento; y, además, por medio de la satisfacción de comprar siempre cosas nuevas y cambiarlas inmediatamente por otras.
(Fromm. Pg. 87)
Frankl lo vio desde el laboratorio de extermino e indignidad de los campos de concentración:
El carácter del hombre quedaba absorbido hasta el extremo de verse envuelto en un torbellino mental que ponía en duda y amenazaba toda la escala de valores. (…) Si (…) no luchaba contra ello, terminaba por perder el sentimiento de su propia individualidad, de ser pensante, con una libertad interior y un valor personal. Acababa por considerarse sólo una parte de la masa de gente: su existencia se rebajaba al nivel de la vida animal.
(Frankl. p. 56-57)
Ese torbellino mental que en los campos surgía de la humillación, la degradación física y el insulto, hoy nace de los noticieros, la publicidad y los paradigmas del capitalismo.
El prisionero pasaba de la primera [la humillación y pérdida de la identidad] a la segunda fase, una fase de apatía relativa en la que llegaba a una especie de muerte emocional.
 “(…) o bien, en la dura lucha por la supervivencia, puede olvidar su dignidad humana y ser poco más que un animal, (…)” (Frankl. p. 31)
No es muy diferente de la sensación que se tiene observando una estación de Transmilenio en hora pico.
Condicionamiento mediático de la Felicidad.
La expresión “búsqueda de la felicidad”, tan manida y aceptada, es una de las frases de cajón más falaz y condicionante. Se busca lo perdido, un tesoro remoto, aquello que no está a nuestro alcance. Esa es la percepción que queda. Soy un convencido practicante de una idea distinta: La felicidad es una decisión, no una búsqueda. Se es infeliz porque se quiere, sin importar las circunstancias. Sin embargo, Harari sostiene que el libre albedrío es una ficción:
Hasta donde llega nuestro conocimiento científico, el determinismo y la aleatoriedad se han repartido todo el pastel y no han dejado ni una migaja a la “libertad”. La palabra sagrada “libertad” resulta ser, al igual que “alma”, un término vacuo que no comporta ningún significado discernible. El libre albedrío existe únicamente en los relatos imaginarios que los humanos hemos inventado. (p. 313)
Todo lo que subyace en la idea de un homo retro sapiens “curable” muere sin nacer con lo preconizado por psicología y neurología nuevas, en el sentido de que no decidimos, de que no tenemos libertad, sino que nuestras acciones son fruto de algoritmos neuroquímicos, de condicionamientos biológicos, sociales, psicológicos o ambientales. (Harari, p. 124) Lo menos que hacen estos descubrimientos es fortalecer el fatalismo neurótico de un ser que tiene como esperanza ser el dueño de su destino, o por lo menos de sus decisiones. Frankl y Fromm eran de una opinión más optimista.
 “¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración.” (Frankl. p.87)
(…) al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas –la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias– para decidir su propio camino. (itálicas en el original)
“Es esta libertad espiritual, que no se nos puede arrebatar, lo que hace que la vida tenga sentido y propósito.”
 (Fromm. p.69-70)
En últimas, es una cuestión de dignidad:
Dostoievski dijo: “Sólo temo una cosa: no ser digno de mis sufrimientos.” (…)
Se cree, por el influjo de ese falso axioma de la felicidad, que el sufrimiento y las dificultades deben ser evadidos, exorcizados de la vida a toda costa. El dolor debe evitarse, y el mercado de los analgésicos vive de eso. Los noticieros viven de eso, al igual que la publicidad y el mercado financiero. Noticias horribles no solo mantienen vivo el miedo, la mejor herramienta de control, sino que hacen superflua y culposa la injusticia diaria, callando en el origen la queja justa. “¿Cómo me voy a quejar yo, con semejante tragedia ajena? Qué bueno que no es conmigo.” Pero si aun así queda el miedo latente, la tanda de comerciales muestra la solución al problema. “Compra y serás feliz. Y sobre todo, no te preocupes si no tienes con qué: Te prestamos.” Esa cosa extraña que llaman el Grupo de poder o el Sistema o el Establecimiento (establishment en inglés) se encargó de cambiar un paradigma que yo alcancé a conocer y a creer durante buena parte de mi vida: Tener deudas era “malo” y hasta vergonzoso. O no se era digno de ganar lo suficiente, o no se sabía administrar los recursos. Era un tema que no se hablaba en público. Ahora tener deudas “te hace alguien”. Tengo experiencia personal. Una vendedora me dijo que no era “cliente confiable” porque no aparecía en las centrales de riesgo, es decir, porque no le debía un peso a nadie.
Parafraseando a Frankl, (p.75 y 76) concentrándose tanto en el sufrimiento inmediato y presente, –en la piedrita en el zapato, la cuenta del día siguiente, el dolor de cabeza, el trabajo pendiente–, la ceguera de la cotidianidad impide darle sentido a lo fundamental, a proyectarse. Mafalda (Quino. 1964 en adelante) se lo dijo a su padre: que lo urgente no daba tiempo para lo importante. Y más allá de que el futuro pueda o no ser lo deseado, visualizarse en ese lugar ideal permite por lo menos, encontrarle sentido al sufrimiento (y hablo de Frankl luchando por su vida en Auschwitz) y pasar ese insostenible tormento diario “con un poco de azúcar” (Pamela Lyndon Travers. Mary Poppins. 1934-1988) o un analgésico mental, tener un recreo de felicidad en medio del fango helado, las llagas en los pies y los golpes del sádico capataz. Si se asume el reto de las dificultades en la vida, la experiencia se puede convertir en una victoria, o se puede ignorar el desafío y vegetar, como hicieron los prisioneros en su mayoría. Insisto en subrayar lo lejano que está un campo de concentración de la experiencia de vivir en Bogotá pero, guardando las proporciones, creo haber establecido el paralelo.
En el prefacio para El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl, Gordon W. Allport anota:
Frankl diferencia varias formas de neurosis y descubre el origen de algunas de ellas (la neurosis noógena) en la incapacidad del paciente para encontrar significación y sentido de responsabilidad en la propia existencia. Freud pone de relieve la frustración de la vida sexual. Para Frankl la frustración está en la voluntad intencional. (comillas en el original.)
Se nos trata como a niños malcriados, y se nos motiva a serlo con tal de que en ese intento, produzcamos rating, utilidades, ventas y desechos, convencidos de que estamos acortando el camino a la felicidad. El pájaro Azul (Maurice Maeterlinck, 1908) se busca hoy en Google, Amazon o e-Bay. Y aún no vemos que siempre ha estado en casa. Con el amor pasa lo mismo. El cine norteamericano de consumo y la telenovela latinoamericana han venido condicionando al retro sapiens para que crea que las relaciones valiosas lo son por el conflicto, la falsedad, la comunicación trunca, los villanos, el chisme y la mala fe. Curioso, porque la cuestión no está en las relaciones sino en la necesidad del drama tele novelesco para nacer, alimentarse y resolverse, ya que de otra forma no tendría el menor interés para el espectador y se resolvería en el primer capítulo. Pero eso el retro sapiens no lo ve. Solo siente lo evidente. Y lo que le trasciende, por ejemplo, de la estructura clásica del novelón televisivo, no es la moraleja heredada de los cuentos de hadas: “El bien triunfa al final”. No. Lamentablemente, de la estructura original que tenía algún sentido, solo sobrevive que los buenos sufren y son víctimas el 99% de la trama, y los villanos ganan hasta el último capítulo, cuando algún tipo de Deus Ex machina resuelve el conflicto, revela los planes malévolos de los malos y los castiga. Este esquema repetitivo, como mediática campana de Pavlov, –nefasta simplificación comercial de la estructura Aristotélica en manos de guionistas y libretistas–, luego de 60 años de repetición en Prime Time, deja solo dos lecciones indelebles en el frágil cerebro del retro sapiens: “Sin líos no hay emoción en el amor” y “No te dejes pillar”.
Para escapar de estas falacias, solo hace falta volver a pensar. Como lo cita Frankl, (p. 76) Spinoza dice en su Ética: “La emoción, que constituye sufrimiento, deja de serlo tan pronto como nos formamos una idea clara y precisa del mismo.”[5]. Pero para formarse una idea, hay que tener el tiempo para pensar. Y es de donde surge el primer boceto de la tesis que trato de sostener: la ciudad se encarga de impedirlo. Pero, como se esboza en el artículo satírico, esa condición es curable. Se puede hacer pensar al retro sapiens. Y si se piensa se entiende que es mejor ser que tener, que sufrir es parte de la felicidad, pues “vencer” el sufrimiento nos hace dignos y por ende felices. Cambiar no es fácil, pero mientras el comportamiento de los humanos arcaicos fue inmutable por decenas de miles de años, hoy en día las estructuras más sólidas pueden transformarse en un par de décadas. (Yuval Harari. P. 45). Lo vivió mi madre que nació en 1915 y murió en 1993. En el curso de 79 años pasó de los biplanos de la Gran Guerra (1914-1918) y la primera transmisión de radio para entretenimiento (Argentina 1915), a ver llegar al hombre a la luna (1969), los primeros celulares (1986/87) e Internet (1991).
Parafraseo la famosa frase de Kennedy[6]:  no es lo que esperamos de la vida, sino lo que la vida espera de nosotros; y de nuevo a Frankl, (p. 78.)  “(…) vivir significa asumir la responsabilidad de encontrar la respuesta correcta a los problemas que ello plantea y cumplir las tareas que la vida asigna continuamente a cada individuo.” Hay que buscarle un sentido superior a la vida, una finalidad, se crea o no en la divinidad o en la supervivencia de un alma, o si se tiene como credo el existencialismo Sartriano. Este último habla del compromiso, que es tan válido como la idea de la trascendencia, el destino o el sentido.
“El vocablo latino finis tiene dos significados: final y meta a alcanzar. El hombre que no podía ver el fin de su “existencia provisional”, tampoco podía aspirar a una meta última en la vida.” (Frankl. p.73-75.)
Arte, Civismo y Conflicto
 “Quién tiene algo por qué vivir, es capaz de soportar cualquier cómo.” Friedrich Nietzsche.
Colombia vivió un conflicto armado cruento, injusto (como todo conflicto) e impredecible por sesenta años. Se firmaron acuerdos de paz largamente esperados. Pero la violencia no termina, la injusticia tampoco, y sus efectos en la población víctima y no combatiente se sentirá por generaciones. Se busca atender y reparar a las víctimas directas, a la población desplazada, reinsertar a combatientes, y el país convalece. Las ciudades, que apenas si sintieron de rebote fracciones del enfrentamiento, aguantaron, aceptaron y se adaptaron a la inmigración masiva de desplazados por décadas, mientras el campo se declaraba zona de desastre, y se dejaba hundir en el olvido y el desahucio, tratado como un Chernobyl criollo, algo a lo que hay que temer y mejor no mirar, “no va y sea que se contagie”. Pero ese es otro tema, no del todo pertinente acá y ahora. De lo que no somos del todo conscientes es del efecto psicológico de la incertidumbre, lento pero seguro desde 1948, que heredó a su descendencia el ciudadano común y corriente, y que recrudeció en las ciudades con la brutalidad e irracionalidad de la fatal lotería en que se convirtió la guerra contra el narcotráfico en los 90’s. Al salir a la calle, el ciudadano miraba al cielo y no se preguntaba si podría llover. Diariamente se confirmaba: “Puedo morir hoy”. Igual que los presos en un campo de concentración nazi.
El hombre tiene la particularidad de que no puede vivir si no mira al futuro. Sub specie aeternitatis. Y esto constituye su salvación en los momentos más difíciles de su existencia (…) (Frankl. Pag. 75)
Y no tener futuro, es el peor de los tóxicos para la convivencia humana. La norma, la ley, los reglamentos se fundamentan más en las consecuencias de no respetarlos, que en los beneficios por hacerlo. Cuando el castigo por la infracción es irrisorio comparado con la posibilidad de morir, la norma pierde. Dicho de otro modo, por generaciones la frase evasiva en la mente del colombiano, en sus mil versiones justificativas, ha sido: “¿Y para qué? Si igual me pueden matar mañana.”
(...) los hombres que permitían que se debilitara su interno sostén moral y espiritual caían víctimas de las influencias degenerantes el campo. (Frankl. p. 72)
(…) Por lo general, solo se mantenían vivos aquellos prisioneros que tras varios años de dar tumbos de campo en campo, habían perdido todos sus escrúpulos en la lucha por la existencia; los que estaban dispuestos a recurrir a cualquier medio, fuera honrado o de otro tipo, incluidos la fuerza bruta, el robo, la traición o lo que fuera con tal de salvarse. Los que hemos vuelto de allí gracias a multitud de casualidades fortuitas o milagros –como cada cual quiera llamarlos– lo sabemos bien: los mejores de entre nosotros no regresaron. (itálicas en el original) (Frankl p. 15)
Romper este esquema de pensamiento que se fortalece ante la impunidad, (me atrevo a decir que la autoridad no está exenta del fatalismo y de la excusa), es tan difícil como eliminar en el perro doméstico el gusto por la carne “viva”, una vez que ha cazado y devorado una presa. Y del incumplimiento consuetudinario de la norma, al irrespeto y el desprecio por el congénere, no hay ni un paso. Para la década 80-90, las expresiones Maltrato emocional, disparos indiscriminados y estrés postraumático se hicieron de moda tanto en noticieros como en conversaciones de cafetería, y dice Goleman: “mientras la frase en boga ha pasado de la alegre ‘Que le vaya bien’, a la irritabilidad de ‘Déjeme en paz’”. (Daniel Goleman. P. 15). No detener una escalada de pequeña violencia lleva a la anarquía y la animalidad. No se requiere más que un corto paseo por YouTube para comprobarlo.
“Cualquiera puede ponerse furioso… esto es fácil. Pero estar furioso con la persona correcta, en la intensidad correcta, en el momento correcto, por el motivo correcto, y de la forma correcta… eso no es fácil.
Aristóteles, Ética o Nicómano. (En Goleman, p. 13.)
¿Pero es por desidia, desmotivación vital, crisis existencial, pereza, indolencia o laxitud de las autoridades que el comportamiento del ciudadano ha hecho de Bogotá una jungla invivible? ¿Todos ellos? ¿Importa tanto el motivo? ¿O será más urgente encontrar una forma de enseñar a la población a controlar lo más primario de su comportamiento, es decir, la emoción? Esto debo explorarlo todavía más, pero sospecho que sí.
En esencia, todas las emociones son impulsos para actuar, planes instantáneos para enfrentarnos a la vida que la evolución no ha inculcado. (Goleman. p. 24)
Pero también es posible que la emoción llegue pero no produzca una acción (reacción). Goleman anota que esta “anomalía”, (la falta de acción consecuente a una emoción), sólo se presenta en adultos civilizados. Con esto deduzco que existe la forma de controlar reacciones indeseadas ante emociones incontroladas, (o reacciones incontroladas ante emociones indeseadas pero inevitables) y que por consiguiente, la ansiedad, la ira, el miedo, hasta el instinto egoísta de “supervivencia” del ciudadano de hora pico se pueden domar, y no solo con la intención de evitar perjuicios a los otros, sino, fundamentalmente, para que el homo retro sapiens encuentre cierta paz, algún nivel de calma y control que haga consciente el poder que se tiene para sentir felicidad, aun en condiciones adversas. Y qué decir de la satisfacción que podría llegar a sentir yo si esa posibilidad alcanzara a las víctimas del conflicto, y por supuesto a los actores del conflicto, cualquiera sea el bando. Un colega actor y condiscípulo aplica el Clown como terapia en enfermos terminales; otra, motiva a adictos en recuperación con teatro, y una tercera, busca influir desde lo corporal en el ciudadano para concientizarlo sobre el respeto al espacio ajeno. Mi pretensión es colaborar desde lo emocional y el raciocinio con algún tipo de evento escénico en proceso de diseño que entre la bruma de las decisiones, pasa del stand up a una casa del terror urbano.
Cuando mis hijos eran pequeños y naturalmente egoístas e impacientes, su madre y yo deteníamos los berrinches acudiendo (metafóricamente) a su hemisferio izquierdo. “A ver… Si gritas no te entiendo; si pataleas, menos. Explícame qué tienes…” Incluso cuando aun no hablaban, la reacción era casi inmediata. Se abría una puerta grande de raciocinio que no solo daba a sus padres silencio y paz, sino que facilitaba la desaparición del displacer en el niño, dándole un mecanismo práctico, directo y eficiente para expresar las emociones y satisfacer su necesidad. Lo fundamental era eso: hacerlo consciente de su emoción, del motivo y de su capacidad para controlarla, no reprimirla, y de su poder para alcanzar el estado de calma, o paz, o felicidad.
Ver al homo retro sapiens en medio de una “crisis de irracionalidad urbana” me duele. Es similar a lo que me ocurre cuando un ave entra a una habitación y busca escapar en la altura, o se lanza hacia la luz golpeando los vidrios, tan agitada y desesperada que no ve que la ventana está abierta a pocos centímetros de ella. Solo tendría que detenerse a “pensar” y observar para librarse de la angustia y el dolor. El ciudadano de hora pico puede ser entrenado para pensar(se) y observar(se), que es en últimas lo único que necesita para encontrar la felicidad a diario.
Quiero cerrar esta larguísima y por momentos irreverente disquisición con citas ajenas, no sin antes advertir que en ningún momento he querido ser ofensivo ni políticamente incorrecto. Que se entienda que cada alusión aparentemente extremista o segregacionista no es más que una expresión satírica, no sarcástica.
Los subrayados son míos.
El dia(pro)gnóstico:
 “Siempre que la mayoría degradada y la minoría promovida entraban en conflicto (…) los resultados eran explosivos. De suerte que la irritabilidad general (…) se hacía más intensa cuando se le añadían estas tensiones mentales. Nada tiene de sorprendente que la tensión abocara en una lucha abierta. Dado que el prisionero observaba a diario escenas de golpes, su impulso hacia la violencia había aumentado.” (Frankl, p.67)
La incertidumbre:
“(…) La conciencia del amor propio está tan profundamente arraigada en las cosas más elevadas y más espirituales, que no puede arrancarse ni viviendo en un campo de concentración. ¿Pero cuántos hombres libres, por no hablar de los prisioneros, lo poseen?” (p.47)
La esperanza:
A medida que la vida interior de los prisioneros se hacía más intensa, sentíamos también la belleza del arte y la naturaleza como nunca hasta entonces. (p. 66)




Bibliografía.
Frankl, Viktor, El hombre en busca de sentido. Herder. 1996.
Goleman, Daniel. La Inteligencia Emocional. 1995. Zeta 15ª Impresión 2017.
Fromm, Erich. El Arte de Amar. Paidos Studio. 1980.
Harari, Yuval Noah. De Animales a Dioses. Breve historia de la humanidad. Debate. 2013.
Harari, Yuval Noah. Homo Deus. Breve historia del mañana. Debate. 2016.




Apéndice A.
La Evolución ha dado el gran paso. [7]
El Homo Urbanus Retro-Infra-Sapiens. O Ciudadano de Hora Pico.
Algunos biólogos, genetistas, antropólogos y sociólogos agrupados han estado planteando, sin llegar aun a establecer una tesis científica irrefutable, que el siguiente paso en la evolución humana ya ha entrado en su etapa de implantación global. El hacinamiento, la alta densidad en la población, la normalización de los especímenes urbanos, han dado paso a una nueva especie o raza dominante, una nueva mutación del homo sapiens: El Homo Retro-Sapiens.
Las características del Retro-Sapiens no difieren mucho de las del Homo Sapiens, (pero sí de las del Homo Sapiens-Sapiens) porque son simplemente la sublimación y degeneración de éstas y su mayor distanciamiento de los vínculos sobrevivientes con los demás animales. De alguna manera, se está generando una tendencia centrífuga que puede graficarse como una estrella de cuatro puntas o vectores, que se podría ver así:
Animans VitaADVENA VITA

No sobra hacer claridad con respecto a algunos de los términos presentes en el cuadro. Mientras tanto, como síntesis, puede decirse que cada flecha señala la consecuencia necesaria de la evolución de cada vertiente combinada. Cuatro tendencias, cuatro destinos.
Como marco conceptual y teórico, aun a riesgo de perder toda credibilidad ante el corpus científico, para el presente artículo se admiten los siguientes conceptos:
·         Animans Vita: Refiérese a nuestros ancestros animales. De más está mencionar a Darwin y la teoría evolucionista como referente.
·         Advena (o Adventor) Vita y Elohim: Los dioses. Los ancestros extraterrestres. No lo admitido como elemental, literalmente, es decir en el sentido de los elementos químicos que conformaron el caldo de cultivo del planeta, sino como vida inteligente extraterrestre. Tampoco es el referente religioso, el Elohim hebreo presente en el Antiguo Testamento, sino aquello que se consideró divino en el pasado remoto humano, y de lo que hay evidencia aun no explicada y sobre lo que se especula en exceso. Se admite solo con el fin de llenar un vacío evidente.
·         Homo sapiens sapiens: Sub especie del homo sapiens, la única que sobrevive de todo el género homo y de los Homínidos. No ha cambiado mucho desde su primer representante, el Neandertal extinguido (¿exterminado?) junto a otras seis especies luego que acabó con el Cromañón, (Yuval Harari; De animales a Dioses. 2013). El doble sapiens significa simplemente “hombre que piensa”. Sin embargo, esta característica parece disminuir en proporción directa con el nivel de aglomeración urbana. En este contexto se refiere literalmente al que piensa.
·         Homo sensibilis universalis sapiens: El futuro ideal de la especie. Un homo sensible a la totalidad, holístico, incluyente, respetuoso, tolerante y sobre todo humilde ante lo vital, ante la vida en general.
·         Homo ego sapiens: En creciente auge en el planeta, polo opuesto del Sensibilis. Se autoproclama el dueño y señor de la vida, superior en sentido pleno, única razón de la Creación toda, a “imagen y semejanza” de la divinidad, con derechos sobre la vida y la muerte, egoísta, codicioso, envidioso, destructivo, indolente. Es heredero del bienintencionado humanismo post Ilustración. (Harari, 2013.)
·         Autoextintio (o autoexterminatio): La extinción por “fatiga” o negligencia, por agotamiento ambiental. Sucede si el retro sapiens prima.
·         Autodestructio: La extinción por enfrentamiento, acción, guerra. Sucede si el ego sapiens prima.
Pero concentrémonos en la definición del homo socialis retro sapiens, que es un fenómeno notable.
A diferencia de otros homos, el retro sapiens no soporta la soledad ni el espacio libre. A duras penas resiste tener disponible el llamado espacio vital o Mercaba (un área alrededor del cuerpo de no más de 30 centímetros de radio) sin sentir el impulso irrefrenable de adherirse a un semejante. Disfruta las aglomeraciones, el aire polucionado, la presión de otros cuerpos en cualquier espacio, razón por la cual se le ve comúnmente arrimado a otros de su especie en el transporte urbano, áreas de esparcimiento tales como estadios, discotecas, cafeterías, teatros, centros comerciales, restaurantes y piscinas; oficinas, colas de cualquier tipo, andenes, ascensores y demás. Su idea de descanso es viajar en manada con sus congéneres durante la estación de vacaciones o fines de semana, en largas caravanas apretadas y lentas, para luego saturarse de ruido, bebida y comida, y tal vez aparearse y pelear, para regresar a su rutina más cansado que antes de viajar, y añorando volverlo a hacer en la estación siguiente.
Las condiciones de vida del retro sapiens, lo han llevado a anular ciertas funciones de su cerebro y de su pensamiento, debido a su particular forma de convivencia gregaria. El primer elemento que desaparece casi por completo, (residuos de lo poco que queda en el sapiens sapiens y el ego sapiens) es el sentido común. No hay posibilidad alguna de que el retro sapiens piense con sentido lógico sobre la conveniencia o inconveniencia de una acción. Se rige principalmente por emociones e instintos degenerados de sus ancestros animales, y toda acción emprendida no busca más que el logro de objetivos irracionales y plenamente egoístas. Esto lo asocia claramente con el ego sapiens, que, como pequeña diferencia, maneja este ego con ambición, astucia y cierta inteligencia, y a título individual. Por el contrario, el retro sapiens se comporta como manada. El concepto de individuo no lo asiste sino en casos extremos, tratándose principalmente de funciones fisiológicas primarias, tales como el sexo y la excreción. Sin embargo, para satisfacer esta necesidad, puede llegar a compartir con sus congéneres, dentro del mismo criterio de aglomeración ya expuesto, cubículos estrechos en lugares de trabajo y esparcimiento. Con la comida se comporta de forma similar. Se le ve con frecuencia haciendo colas para acceder al alimento y deglutirlo con afán para poder fingir estar en calma, mientras no deja de observar su reloj, en caminatas lentas en calles y parques donde ocasionalmente podría llegar a dormir una corta siesta, si no decide hacerlo en el lugar de trabajo.
El retro sapiens es totalmente incapaz de seguir normas lógicas y convenientes que hayan sido implantadas por autoridades competentes, siempre y cuando éstas no estén a su vez conformadas por retro sapiens. En ese caso, dado que las normas no tendrán sentido, el retro sapiens las seguirá, no por obediencia o conveniencia, sino porque coinciden con su carácter irracional.
Aplicar automáticamente la Ley del Atajo es otra de las características del retro-infra sapiens, compartida por el ego sapiens:
“Toda norma, precepto, consejo, ruta o curso de acción conveniente y en consideración con los demás, determinado para alcanzar un objetivo práctico o altruista, previsto por alguna autoridad legal o fruto del sentido común, será indefectiblemente violado, aunque a corto, mediano o largo plazo implique mayor gasto pecuniario, energético, temporal o físico, riesgo a la integridad personal propia o ajena, inconveniente legal y perjuicio material, ético o moral, personal o ajeno, individual o grupal, con tal de seguir la ruta del menor esfuerzo y el presunto y aparente mayor beneficio egoísta.”
El retro sapiens se reproduce sin consideración, y el proceso degenerativo es heredado a sus descendientes, aunque estos pretendan inicialmente oponerse en razón a su edad, –la adolescencia, principalmente–, o por el influjo de otras tribus urbanas o subespecies temporales de crianza, tales como ídolos musicales, canales o programas de televisión, tendencias en Internet, etc. La presión que aplican los retro sapiens en sus congéneres y la facilidad (por indolencia) con que se adoptan sus costumbres, hacen muy difícil la erradicación de sus nefastos efectos en el globo.
Si examinamos la gráfica de la Estrella evolutiva del homo sapiens se verifica que dos de las subespecies (retro sapiens y sapiens sensibilis) tienden a identificarse con el Reino Animal. La diferencia radica en que mientras el sensibilis busca la recuperación del instinto del respeto al medio ambiente y su adaptación inocua al entorno que lo rodea, el retro sapiens busca en lo animal la pérdida total del raciocinio, lo que lo impulsa, contaminado por su parte humana, a la explotación total de los recursos y a la devastación consecuente, con la finalidad de lograr una densidad máxima que le permita disfrutar del contacto con sus congéneres y la saturación total del espacio.
Los conceptos más afines al retro sapiens son masificado, alienado, cosificado, embrutecido y neurótico.
La combinación (simbiosis) o el enfrentamiento (alergosis) con el ego sapiens son de gran peligrosidad y alto riesgo. En el caso de la Simbiosis, el ego sapiens preponderará sobre el retro, convenciéndolo, domesticándolo, opacándolo, explotándolo y sumiéndolo a voluntad en su mayor grado de inconsciencia y degeneración. En el caso de la Alergosis, el ego sapiens también tratará de dominarlo, pero la masa inconsciente del retro, incapaz de aceptar la autoridad cuando se solidariza o se siente atacada, tenderá a la auto-aniquilación, gracias a otra característica básica del retro: su tendencia a la violencia salvaje y su incapacidad absoluta para razonar bajo los efectos de la adrenalina, endorfinas, feromonas, alcohol, drogas, eventos deportivos o catástrofes naturales y provocadas.
Como subespecie proclive al soborno sensorial, económico o social, y ante su total incapacidad para detectar la manipulación mediática basada en sus necesidades primarias, el retro sapiens es, sin embargo, permeable a la reeducación. Es un proceso largo y dispendioso, pero en manos de sapiens sapiens no corruptos y de sapiens sensibilis, la masa inconsciente de retro sapiens puede ser redireccionada, y en algunos casos, puede incluso repararse algo de sus atrofiadas funciones cerebrales.



[1] Bogotá concentra prácticamente un 20% de la población nacional. Eso es una desproporcionada quinta parte. Cerca de 9.000.000 de habitantes en el área metropolitana sin incluir todos los municipios anexos, de un total aproximado de 48,750.000 en el país, según proyección DANE, y se extiende en un área no determinada oficialmente de más de 1.775 Kms2. La capital ha absorbido, tanto dentro del perímetro urbano oficial, como de facto, los municipios de: Bogotá, Soacha, MosqueraFunza, Madrid, ChíaCajicáCotaLa Calera, Tenjo, Tabio, Sibaté, Zipaquirá y Facatativá (en el censo de 2005, el DANE adicionó a Bojacá, Gachancipá, Tocancipá y Sopó) con un total de 17 municipios y el Distrito Capital. Área metropolitana de Bogotá - (Fuentes: https://www.colombia.com/colombia-info/estadisticas/poblacion/ y http://somoscundinamarca.weebly.com/aacuterea-metropolitana-de-bogotaacute.html), Wikipedia, la enciclopedia libre https://es.wikipedia.org/wiki/Área_metropolitana_de_Bogotá.)

[2] En logoterapia se aplica el deseo paradójico (desear que pase lo indeseado) para eliminar los efectos de la ansiedad anticipatoria. (temer –y con esto hacer que pase lo que más se teme.) Viktor Frankl. El hombre en busca de Sentido. Pág. 105.

[3] Físicamente, la revolución agrícola nos dañó. El hombre no estaba diseñado para trabajar la tierra. Hoy seguimos pagando el precio con daños de columna, cuello, rodillas y el arco de los pies. (Yuval Harari, p. 99.)

[4] Ver apéndice.
[5] Spinoza. Ética, 5ª Parte, “Sobre el poder del espíritu o la libertad humana.”. Frase III
[7] En su primera versión se llamó: “La Evolución ha dado el gran paso. El Homo Socialis Retro-Sapiens. Por Álvaro García Trujillo. PhD.” Escrito inicialmente para Miguel Urrutia en www.misteriosinexplicables.com, y publicado luego en “Todo es ficción así parezca lo contrario.” (Edición del Autor, Cargrafics, 2007), el texto transcrito conserva los errores metodológicos y argumentales del original. Se hicieron correcciones menores pero, no obstante, la seriedad con que trato el tema en adelante sigue siendo un texto de ficción de carácter satírico.

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